Alexandra Bellisimo |
*
Si
tuviera que ponerle un nombre a lo espiritual,
le
llamaría calenda.
Inicio y
final festivo del lugar en que nací.
Donde la
vida se celebra con mezcal y música de viento.
Porque a
la calenda se va con fuerza
para
bailar con la banda, compartir el tepache y
renovar
nuestra fe en comunidad.
Dicen
mis paisanos que es festejar lo bueno y
rogar
que no regrese lo malo.
Es una
invitación abierta.
Se
escuchan sonidos ancestrales del tambor,
queman
toritos y la gente se une al jolgorio
liderado
por marmotas que no pierden el compás.
Caminamos
con huaraches y cargamos la ofrenda en canastas.
Esperando
que se oigan las mil lenguas,
que las
manos sigan plasmando la belleza de su cosmovisión y
que el
chocolate nos siga dando más mole.
*
La costa
vio caminar a mi abuela, la encontró jugando con tortugas en la playa y por la
tarde acostada bajo palmeras. Abuela dice que en la playa hay spa al aire libre
con exfoliante gratis para pies y una vista inmediata cuando el sol muere
tocando agua salada. La playa guarda una bondad enorme, aún en el abondo del
padre de sus hijos le ha dado de comer. Por eso conoce la naturaleza del mar y
la temporada de cada marisco. Ahora, sólo le gusta mirar, sentarse y mirar. Se
lamenta por no detener construcciones que pasando el tiempo brotarán en esa tierra; por la vida que se hará
muerte. Porque mi abuela sabe que no hay marea igual a otra y en la playa, no
hay detente para las olas.
*
Mamá tuvo una tía que heredó una fe ancestral y
un don curativo en las manos. En el corredor de su hogar colgaba una red;
columpio de niños, descanso de mujeres.
La cocina se convertía en consultorio y se adornaba con humo de
copal. No recuerdo la primera vez que la
visitamos, pero sí, la desmedida colección de ollas que albergaban las paredes.
Descubrimos el autocuidado por ella, de pequeños rituales con nuestro cuerpo. Baños
con agua tibia y romero para dejar limpia la piel y prepararla a nuevos rayos de sol. Tomar té de albahaca para calmar nervios cuando hay
tormenta y el pueblo se queda sin luz. Nos enseñó a trenzar el cabello antes de
dormir para no dejar ir la ilusión a hurtadillas por la ventana. No tuvo hijos
pero cuidó de todos los que nos acostamos en su petate, ahí aprendimos a procurar
lo individual pero también lo colectivo.
Se marchó de la tierra antes que yo pudiera compartir a su lado la buena
disposición a otro ser o pedir por la sanación de extraños. Se fue y no pude preguntar
del trabajo de autoconocimiento y lo duro de su encuentro. Por eso vuelvo al
campo, donde siento la casa, donde en cajas de cartón han quedado los escritos
curativos que nadie ha vuelto a poner en
práctica y donde siguen retoñando las flores de mayo que ella sembró.
Jordany Sánchez (Oaxaca, 1993) Mujer que camina las calles cantera y trata de mantener sus raíces escribiendo poesía. Le gusta mirar el danzón que se baila en los jardines y cuidar plantas. También es publirrelacionista y novata del periodismo.